"Las pérdidas"



Por Sven Amador Marín

Sería por allá del 29 de enero de 2003 cuando mi querido hermano Héctor Amador me dio una de las peores noticias de mi vida:

—Ya no te preocupes, wey, mi papá ya está en un mejor lugar.

Colgué el teléfono, coloqué mi puño derecho fuertemente apretado en la pared que tenía frente a mí, y con un asombro y pesadumbre indescriptibles, caí en el pensamiento absurdo de que era huérfano de padre. Años después encontré una expresión literaria muy similar en la novela “El coronel no tiene quien le escriba” de García Márquez, cuando la anciana esposa del protagonista le dice a éste que “somos huérfanos de hijo”… ante el frío cuerpo de mi padre depositado en el ataúd, experimenté el vacío de la pérdida.

Ya más recientemente tuve un noviazgo fugaz que, cuando concluyó anticipadamente, yo sólo experimentaba un sentimiento de frustración porque aún me quedaba mucho para dar… y así se quedó. Fue entonces cuando comencé a vislumbrar las reflexiones que hoy esbozan esta nota. Las pérdidas se vuelven experiencias que cuestionan nuestras certezas, atentan contra aquello que creemos saber y aun dominar.

Cuando perdemos algo de importancia o a alguien de valor, lo primero es una reacción inmediata de incredulidad. Tiende a ser una respuesta casi biológica o congénita; pareciera que el universo altera su orden y armonía, como si el sol se detuviera o el cielo se nos viniera encima, y nos resulta imposible creer que hayamos perdido aquello o aquella persona. Por más que hayamos visto venir la pérdida, no podemos evitar sentir que algo nos fue arrancado de un tajo; “es como cortar una cabeza con un machete sin filo”, me dijo Ariana Ayala, amiga actual y quien fue mi novia en el pasado; relación que al terminarla, fue uno de nuestros incipientes y grandes dolores de pérdida.

No sabemos a ciencia cierta dónde se focaliza el sentir que nos arrancan algo en nuestro cuerpo, casi siempre es como una opresión en el pecho, de ahí que lo asociemos con un dolor del corazón; pero la cuestión es que en definitiva tiene una injerencia directa en nuestras funciones corporales. La misma noche que me enteré de la muerte de mi papá, recorrí los más de 700 Km que separan a La Paz de Guerrero Negro, y en el transcurso se me acalambró una pierna y a la par, tuve serios problemas para respirar, ni siquiera podía hablar. En otros casos, el apetito nos abandona y la motivación regular se aparta. Quienes han sufrido algún tipo de pérdida considerable, no me dejarán mentir que “disimular” o actuar con normalidad, suele ser de lo más difícil: ir a trabajar o a la escuela, interactuar con tus compañeros y amigos, y todas las actividades rutinarias resultan una carga insoportable; uno preferiría encerrarse como ostra en su concha y que el mundo ruede, pero no, parece que el universo conspira en contra de quienes sufren (sufrimos) una pérdida y se nos vienen encima compromisos ineludibles y responsabilidades impostergables… es la suave mano de Dios que no quiere dejarnos abandonados ni solos.

Otra característica de las pérdidas es la frustración; esa sensación de que estamos completamente imposibilitados para seguir invirtiéndole tiempo, espacio, esfuerzos, a veces hasta dinero y, en general, parte importante de nosotros, a aquello que perdemos. Es una duda constante con la que nadie nos enseña a vivir: ¿pude hacer o dar más? En nosotros hay dos formas de manejar la frustración, la primera nos estanca y la otra nos permite salir adelante poco a poco; esa primera forma se expresa con la pregunta ¿por qué no hice o di más?, y nos estanca porque únicamente centra su atención en el pasado, en aquello que pudo ser y no fue; en el tan odiado “hubiera” encuentra su callejón sin salida. En cambio, la segunda manera de manejar la frustración, y que nos ayuda a salir adelante poco a poco, parte de la pregunta que ya mencioné en líneas anteriores: ¿pude hacer o dar más?, y aunque también parece centrada en el pasado, la verdad es que nos permite intuir algo: lo hecho, hecho está, y comienza a despuntar un diáfano amanecer, un pálido pero evidente rayo de sol. Comenzamos a percibir que todo sucede por y para algo, que si perdimos aquello, tal vez venga algo mejor, y que si lo perdimos por causas imputables a nosotros, seguramente podremos detectar nuestras deficiencias, nuestros errores, en qué fallamos y por qué perdimos aquello.

Todos estamos destinados a perder cosas buenas y la relación con personas valiosas, parece que es una constitución necesaria de los seres humanos, nos recuerda que somos frágiles, vulnerables, impotentes, pequeños y débiles. A veces nos recuerda que no somos quienes decimos o creemos ser. La experiencia de pérdida es un fantasma que constantemente nos acecha, que va sopesando nuestro sentimiento de superioridad y autosuficiencia para que, cuando esté en su punto álgido, nos aseste un golpe que nos haga conscientes de nuestra finitud, limitación y dependencia. En la semana contemplé las dolorosas lágrimas de un señor que aún sufre por la pérdida de su nieto más querido, y me conmoví; siendo honestos, mi conmoción no fue exclusivamente por el dolor del señor, sino porque en mi vida rondaba un fantasma de pérdida. Nadie experimenta en cabeza ajena y ante eso, sólo queda mantener la cordura, no aislarse, distraerse aun con las banalidades menos interesantes, romper la concha de ostra, curar las heridas con buenas dosis de risas (aunque sean fingidas) y el respeto irrestricto a las actividades que componen nuestra rutina diaria. Ser nosotros mismos, tener el control sobre nuestros pensamientos y emociones, comenzar a ser libres ante aquello que se nos va, es la mejor manera de conservar lo que vale realmente la pena: el yo, a mí mismo. A decir verdad, lo único que me da gusto de escribir esto, es que lo hago sabiendo lo que digo.

Mi eterno agradecimiento a las personas que he perdido, una sincera disculpa a quienes me dieron por perdido y mi dedicatoria a mi “mejor” (¿o peor?) pérdida.
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